Esto no es una crítica.... ¡Glug!
Una no crítica de un pequeño gran restaurante de una pareja italo-catalana o catalano-italiana que es una declaración de amor a la cocina, además de dos valientes. Bueno, ellos también son un amor.
Los que siguen esta newsletter ya saben que no escribo sobre restaurantes, aunque es más exacto decir que no hago crítica de restaurantes, porque de restaurantes he hablado aquí y aquí, y de cocineros, también, aquí y aquí. Los motivos los he explicado mil veces, así que no voy a insistir porque los pesados no tienen mercado. Además, al lugar del que les quiero hablar hoy le va muy bien, llena y, aunque me cuentan que ya ha pasado el fervor de los primeros meses, siguen llenando, y encontrar acomodo no es fácil (pero vale mucho la pena). Así que lo que viene a continuación no tendrá siquiera la categoría de pista, porque por Glug ya ha pasado y ha escrito todo quisqui; ni mucho menos de crítica, porque ya se ha hablado mucho de él y, como les decía, les va estupendamente.
Una barra es, básicamente, un punto de encuentro. Un lugar en el que quedas con alguien para un café, una cerveza, o un vino y charlar un rato. O para tomar algo rápido. Lo de las barras es curioso porque, a pesar de ser espacios compartidos con gente que ni te va ni te viene, no dejan de ser lugares en los que es fácil concentrarte en la persona con la que has acordado encontrarte y abstraerte –lo que viene siendo pasar olímpicamente– de todas las otras personas que ocupan su lugar en el mismo mostrador que tú. Si, encima, lo que tienes en el plato y en la copa es acojonantemente bueno, como es el caso que nos ocupa, pues miel sobre hojuelas.
Digo esto porque, normalmente, las barras eran un lugar en el que quedabas con alguien, echabas el primer trago y después te ibas a cenar a otro lado, pero luego apareció el concepto, ridículo a mi entender, de barra gastronómica. Si la gastronomía es dar de comer rico y bien, tanto da que sea cocina state of the art, producto de narices sin tocarlo demasiado, un menú del día de rechupete o bocadillos y tapas de campeonato. Que no haya mesas con manteles y toda la parafernalia no lo hace menos restaurante, sinceramente. Así que Glug, que tiene algunas mesitas para dos personas, pero que acomoda a la mayoría de sus clientes en una barra larguísima1, es un restaurante con todas las letras. A menudo, el adjetivo gastronómico lo usamos sin ton ni son. La vida feliz es posible si se ahorra lo inútil y el lujo. A veces, convertimos la gastronomía en la ciencia de lo superfluo, de lo inútil, del lujo, en argumento de la decadencia y de la perversión del gusto, por decirlo a la Rousseau. El gusto tiene una misión arquitectónica: también nos construimos a partir de él.
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