Reflexiones de un gastrónomo angustiado

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Introspección y memoria
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Introspección y memoria

Reflexiones después de una comida en El Celler de Can Roca, que aquí no hacemos crítica gastronómica porque no sabemos

Albert Molins Renter
Jul 18, 2021
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No se sabe muy bien si la alta cocina es arte, simple artesanía -¡como si eso fuera poco!- o si debe ser provocación, una triple pirueta con mortal y doble tirabuzón, poesía en el plato, una performance constante o una teatralización algo demodé de la alegría de vivir. Quizás debe o puede ser todo y nada de cada una de estas cosas. Este es un debate largo y sobre el que, probablemente, sea imposible llegar a un acuerdo. Y si no fuera porque toda discusión siempre es buena, casi diría que es un debate estéril.

Lo que sí suele ser más habitual es que los cocineros escojan alguno de estos elementos u otros y los conviertan en el hilo conductor de sus casas. Es lo que algunos denominan, un poco ampulosamente, el relato, pero que en cualquier caso es lo que los hace reconocibles y lo que hace que volvamos una y otra vez. Los clientes aceptamos bien los suaves cambios de rumbo siempre que nos lleven al mismo puerto, pero toleramos muy mal los bandazos.

Sin ninguna duda, en el caso de El Celler de Can Roca eso que se repite visita tras visita es la reflexión. El Celler siempre ha sido un restaurante en el que los tres hermanos han reflexionado juntos acerca de cómo querían que fuera su restaurante -eso por supuesto- en una suerte de “democracia de la minoría”, explica Joan Roca, “en el que uno debe convencer con argumentos a los otros dos sobre cuál cree que es el siguiente paso”.

Pero también una reflexión sobre cuál debe ser su relación con su entorno, qué cultura y qué valores deben impregnar su restaurante en su relación con sus empleados. Y por supuesto una reflexión sobre técnicas, elaboraciones, sabores, productos…

Y nos plantamos en junio de 2021 y tras 35 años, El Celler de Can Roca se ha vuelto “más reflexivo que nunca”, dice el mayor de los tres hermanos. Me atrevo a decir que casi es más un sentido de introspección, una reflexión hacia ellos mismos, su casa, su lugar y claro, esas tres décadas y media de trayectoria envidiable.

Cuenta Joan Roca que la pandemia, con la incertidumbre sobre el futuro con la que ha napado a todo el sector, ha sido el momento preciso de ahondar en esta reflexión. Y también, como decía, el momento de echar la vista atrás. Interpreto que intentan ver de dónde vienen, ser conscientes de las circunstancias excepcionales que vivimos, para saber, finalmente, a dónde quieren llegar. Introspección. Ha habido reformas importantes estos meses tanto en las instalaciones como en la forma de organizarse.

No en vano, el menú empieza con una larga andanada de aperitivos que son la versión en miniatura de algunos de sus platos más icónicos. Allí están el carpaccio de manitas de cerdo con aceite de boletus, la caballa con botarga y encurtidos, la velouté de crustáceos con caviar, el helado contesa de espárragos blancos y trufa de verano, el turrón de foie, avellanas y cacao o la ostra con destilado de tierra -un auténtico mar y montaña- y ese toda la gamba que aparecía, en distintas versiones, en todos sus menús.

Para este último snack, Josep Roca reserva uno de esos aguardientes de elaboración propia que salen de ese proceso de reflexión en el que siempre están inmersos y que no es otro que un destilado de gamba, que alarga la persistencia del sabor del crustáceo. Ars Naturalis, les llaman, y habrá otro -de cacao y algarroba- con uno de los postres.

A estos aperitivos les acompañan creaciones más recientes, como el etéreo merengue de sauco con flores silvestres, de este mismo año, y donde las flores no son una mera concesión estética y decorativa, sino que tienen su protagonismo. Y es que ese recogimiento ha significado para los Roca, volver las grupas hacia una cocina más esencial aún, incluso más desnuda me atrevería a decir, en la que se han desprendido de todo lo superfluo y se va más mucho más a la esencia. A pesar del nombre, el polen de pino, piñones, aguacate, espárrago verde y vinagreta de piña sería otro ejemplo magnífico.

Este aperitivo vino acompañado de un de esas joyas que Pitu Roca guarda. Un riesling Von Schubert Abstberg Auslese (Mosel), nada más y nada menos, que de 1990. Treinta y un años de vino, un poco menos de lo que los Roca llevan en la alta cocina. Más tarde llegaría otro riesling, un Von Bassemann-Jordan Deudesheimer Kiselberg (Pfalz) de, ojo al dato, 1933. Casi 90 años. Una locura de vinos.

La esencialidad, que no minimalismo, no tiene porque no ser gourmande, pero aún se pone más de manifiesto ya entrados en el menú propiamente. Una ensalada verde que es una versión de otra que ya hacían unos años, pero que ahora han simplificado; un mar y montaña vegetal con hierbas, algas y flores; la presencia eterna de la higuera y los guiños constantes a la cocina catalana en este restaurante en la esqueixada de merluza con higos y sopa de hojas de higuera; la exploración de las posibilidades de un producto que podríamos llamar difícil como la remolacha en el tartar de ídem; la reflexión sobre la fragilidad del planeta en el plato de cangrejo azul, una especie invasora, que se acompaña con un Valentia de Còsmic Vinyaters, hecho con cariñena blanca variedad casi extinguida en el Empordà.

Y se sigue con la cigala con artemisa, aceite de vainilla y mantequilla tostada que no puede ser más académico ni más rico, o el rustido de pollo con colmenillas -sin pollo y otro guiño a la cocina tradicional catalana-; y el pato ahumado.

Mención aparte merece lo que se anuncia como tapiz de cordero. Llega a la mesa una pieza de este animal envuelta en un hoja de higuera y de una capa de arcilla. Joan Roca ha sido quien más ha desarrollado en España la técnica de la cocina al vacío, las cocciones largas a baja temperatura en las que se introduce aquello que se quiere cocinar en una bolsa de plástico sellada al vacío y luego se sumerge durante varias horas en agua a una temperatura constante.

Aquí estamos ante una papillote, sin duda, pero “como estamos todos en lucha contra el plástico, hemos optado por esta técnica. Tenemos la cocina más tecnificada que se puede tener, pero no tuvimos un horno tradicional abovedado y de leña hasta hace cinco o seis años que construimos uno en el patio”, explica Joan. La envoltura en arcilla es, además, un guiño a la tradición alfarera de pueblos vecinos a Girona como Quart, población que incluso cuenta con un museo de la alfarería. Y es obviamente, un sistema de cocción ancestral que, personalmente, me recuerda al cordero que en Marruecos cocinan en un horno enterrado o al curanto de la Patagonia.

La arcilla se retira delante de los comensales y la carne termina dentro de un caldo potente -que firmaría el propio Ricard Camarena- y acompañado de cordero en otras cuatro elaboraciones más.

Termina la parte salada del menú con un pithivier de pularda en la que la envoltura no es el hojaldre que manda la tradición, sino una capa finísima para evitar que este se humedezca en exceso.

Y llega la hora del momento dulce y de los postres de Jordi Roca. Debo confesar que siempre es la parte de cualquier menú que menos me interesa porque no soy especialmente goloso. Y he de reconocer que en ocasiones a los postres de Jordi les he reconocido todo el mérito de una imaginación desbordante y de una complejidad técnica apabullante, pero me han parecido excesivos y han llegado a saturarme.

Pero ya no. Quizás Jordi Roca también se ha hecho mayor y ahora su cocina dulce, sin renunciar a nada, me parece más madura, que va más al grano y menos barroca. La nube de mandarina, la ganache de chocolate blanco y fresitas del bosque y la haba de cacao fueron buenas muestras de esta madurez dulce de Jordi Roca, y tres postres en los que la intensidad va in crescendo.

No hay que tenerle miedo al maridaje en El Celler de Can Roca. Al contrario. Sí, son muchos vinos distintos, pero servidos en las cantidades exactas para acompañar cada uno de los platos y para asegurar que terminaremos sin tambalearnos. Por contra, decidir no ponerse en manos de Josep Roca es renunciar a demasiadas cosas.

En primer lugar, a todo el conocimiento que Pitu tiene sobre el mundo del vino. Pocos como él, de verdad, para sorprendernos con rarezas. Hacer un maridaje con vinos de caballo, sota y rey, de esos que te ganan por la calidad y prestigio de la etiqueta está al alcance de bastantes restaurantes y de no pocos sumilleres. Pero, y en segundo lugar, hacer un maridaje con la precisión con la que Josep Roca es capaz de encajar la cocina de sus hermanos, sin renunciar a nada, pero sin sacrificar tampoco nada, está al alcance de muy pocos. El arsenal de conocimientos y de botellas de Pitu es abrumador y mundial. Desde una garnacha australiana de 2001 hasta un icewine canadiense de 2006 o una malvasía rosada de 2017 del Valle de la Orotava.

El Celler de Can Roca va como un tiro y está mejor que nunca. Ya convertido en un restaurante clásico, el que busque excentricidades vanguardistas que se olvide, es uno de los pocos grandes restaurantes académicos que nos quedan. Y lo digo como un elogio. Academicismo y clasicismo, pero sin encorsetamientos y sin esas teatralizaciones pasadas de moda a las que aludía al principio. Es el restaurante perfecto y total, donde todo encaja.

Hubo en tiempo en que se les colgó la etiqueta de “herederos” y luego vinieron las dos designaciones como mejor restaurante del mundo. Unos colgajos que los hermanos Roca nunca hicieron suyos y, con la inteligencia que les caracteriza, prefirieron trazar su propio camino como la mejor forma de ser dueños de su propio destino. Y en eso están y en eso siguen.


PD.- Las fotos de los platos son todas Gemma Villalbí, mi mejor amiga, confidente y ser de luz en mis momentos más oscuros. Gràcies Gemma per estirar sempre de la corda, però tenint sempre cura de què no es trenqui


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