El gañán sofisticado
La otra cara de la moneda de lo que Albert Molins llama "el hedonista gañán" son aquellos individuos por cultivar que, pretendiéndose sofisticados, demuestran a todas luces su arrogante ignorancia.
Segunda entrega de los artículos de escritores invitados.
, además de un muy buen amigo mío, es un auténtico hombre del Renacimiento. Ingeniero informático, emprendedor empedernido -pero de aquellos a los que seguirías hasta la Luna- cocinero titulado por la escuela de cocina Hofmann de Barcelona y ahora -ya lo ven- escritor. Aunque lo suyo sea la ciencia y la tecnología, tiene un morro finísimo y mano de santo para los fogones. Está acojonado porque acaba de lanzar su newsletter .Decía mi padre, que en paz descanse, que “no hay nada peor que un trabajador harto de comer”. Y es que, obrero como era, que empezó a cotizar ya antes de la existencia de la Seguridad Social en España, y no dejó de hacerlo en toda su vida, no podía comprender que aquellos que habían pasado una postguerra alimentándose con la cartilla de racionamiento en la mano y un chusco de pan duro y negro -a veces blanqueado directamente con cal viva para que pareciera candeal- pudieran perder el hambre y mirar por encima del hombro al resto. No comprendía -o lo comprendía perfectamente y por eso todavía le indignaba más- que el progreso económico de una generación hubiera traído, para algunos de sus coetáneos, un progreso únicamente económico, sin la más mínima preocupación por cultivarse, por leer, por culturizarse aunque fuese un poquito; sin preocuparse por progresar en lo personal.
En pocas palabras, que cambiaran un plato de lentejas por la arrogancia de sentirse ricos sin serlo lo más mínimo (porque, no nos engañemos, tampoco podían permitirse dejar de trabajar y vivir de rentas, o comprarse un barco, o una casa en el barrio de Pedralbes o de Salamanca, y tampoco eran ricos en el sentido cultural). Arrogancia que, en realidad, era más fruto de un minimalismo cultural e intelectual, rozando la indigencia intelectual, que del progreso económico conseguido. Y es que, como rezaba ese famoso anuncio de los años 90, “la potencia sin control no sirve de nada”.
Tal vez era un tema de orgullo de clase, donde algunos habían ganado orgullo y perdido clase a partes iguales. O de conciencia de clase, donde algunos inconscientes, consiguiendo pasar de clase media-baja a clase media a lo sumo, pretendían ser como los cerdos de Rebelión en la granja, que se creían que estaban por encima de los demás, pero no habían dejado de ser como el asno. Y es que ganar clase cuesta más que ganar orgullo, y además no puede comprarse. Y, claro está, quedan desubicados.
Mi querido Albert Molins Renter, en su magnífico libro Comer sin pedir permiso (si no lo habéis leído, corred a comprarlo, ¡insensatos!), dedica un capítulo entero al arquetipo que con gran acierto denomina “el hedonista gañán”. Es un capítulo magnífico, divertido, dedicado al esnobismo de algunas personas que disfrutan más demostrando su poderío con una cucharada extra de caviar, aunque no les guste, que con algo más económico, pero que les gusta más. Aquellos que disfrutan más de aparentar que del hedonismo bien entendido, el hedonismo ético, del que haba Albert en su libro. Este hedonista gañán es solo una cara de la moneda; lo que Albert define parte de una idea de una persona con alta capacidad económica, posiblemente con un cierto conocimiento de la materia (la gastronomía en el caso que nos ocupa), pero a quien le pierden sus ansias de demostrar al mundo lo mucho que tiene.
Sin embargo, hay otra cara de la misma moneda: aquellos que, sin tener la capacidad económica ni saber distinguir una gamba de una cigala o de un langostino, o un naranjo de un limonero, o un jamón curado de tercera de supermercado de un buen jamón de bellota, se erigen en seres sofisticados y no tan distintos del hedonista gañán en el fondo. Personas que se creen conocedores y que esconden su arrogancia con una falsa humildad de pretendida sencillez. Claro, así no aparentan -pensarán- que es pecado. Aquellos que muestran cada minuto de su vida en Instagram, exponiendo públicamente todo y cuanto hacen. Donde van y todo cuanto comen y con quién, sin siquiera pedir permiso a los demás por si acaso no quisieran participar de tal akelarre cuasi pornográfico, que emula El show de Truman, revelando su ubicación y actividad y sin pedir permiso. Luego, a la hora de la verdad, no les gusta nada, no comen casi de nada que no sea la sota, caballo y rey de toda su vida. No prueban nada ligeramente nuevo, no aprecian nada… No quieren conocer más, no quieren crecer cultural o intelectualmente, no quieren progresar como personas. Quieren, solamente, que el mundo sea como ellos, con ellos erigidos en modelo por la santa red social y sus fieles seguidores —que a menudo confunden con amigos cuando ni tan siquiera les conocen.
- Por favor, pida al chef que para mi no se complique, que igualmente no me va a gustar nada. Con que me haga una ensalada y una tortilla francesa me vale, no quisiera molestar. ¿Se lo puede pedir? —indicó el gañán sofisticado al maître, en un alarde de falsa modestia camuflada de sencillez.
Tras ir a la cocina a pasar el vale, el maître volvió a la mesa en cuestión:
- El chef me indica que, si no quiere molestar, lo mejor que puede pedir es un taxi.
- Entonces solo tomaré un poco de vino, me traiga un poco de gaseosa por favor. —dice el comensal, sirviéndose el vino en el vaso donde todavía le queda un poco de agua a pesar de tener una copa al lado.
Y claro, a veces, se encuentran más perdidos que un pulpo en un garaje.
Tal es la naturaleza del gañán sofisticado. Un esnob, como el hedonista gañán, pero de segundas rebajas, de saldo. Sigue siendo un gañán, como aquel que de tanto viajar sin comprender ni aprender, se creía cosmopolita cuando tan solo era un cosmopaleto.
Como escribe muy bien Ignacio M. Giribet en su entrada “Os he visto”:
Está perdido, fuera de lugar, y solo se encuentra seguro en un mundo virtual, falso, inexistente, de su propia burbuja, en una red social donde todo es aparentar y nada es lo que parece.
No importa el gusto ni el buen gusto. No importa ni la etiqueta ni la educación. No importa nada más que no ser menos. Importa estar, aun sin saber estar. Si en Instagram se lleva la pata de pulpo cerca de la playa, no puede pasar el día sin tener su foto de su pata de pulpo en la playa, para compartirla con la audiencia que cree ansiosa de verle como uno más; pertenencia de clase, sin clase y sin pertenencia, porque la audiencia no le pertenece. A la audiencia no le importa tu pata de pulpo, solo la suya. Todos quieren ser iguales, como los animales de Orwell, aunque algunos sean más iguales que otros. Tal es la naturaleza del gañán sofisticado.
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