Mil y una maneras de matar a un italiano
Capítulo 4. Especial Italia: De cómo un verano me arruinaron la vida. Anna Mayer Quaroni, el alma de Panepanna. Cosas que escribo por ahí
Tendría yo unos dieciséis o diecisiete años, era agosto y como cada verano habíamos ido a pasar la vacaciones veraniegas a Cadaqués que, como se suele decir, es un bonito, coqueto y pintoresco pueblo de la Costa Brava. No sé por qué, pero ese verano Cadaqués recibió una auténtica invasión de italianos. Concretamente de chicos italianos algo mayores que yo, pero no mucho más. Quizás un par de años, pero no más. Nadie sabe de dónde salieron porque el turismo italiano había sido muy, muy residual hasta entonces, tanto como lo es ahora.
Paralelamente, también recibió una pléyade de veraneantes de Terrassa. Quizás que Manuel Royes, alcalde de esa ciudad entre 1979 y 2002 y presidente de la Diputación de Barcelona entre 1987 y 2003, hiciera unos años que también pasaba los veranos en Cadaqués animó a sus convecinos a hacer lo mismo.
Curioso, porque Royes no me parece el tipo de persona capaz de animar a nadie a hacer nada realmente apasionante, pero yo no he vivido nunca en Terrassa y el presidente de la Diputación de Barcelona nadie sabe exactamente quién es y mucho menos qué hace, así que quizás sí fue un alcalde pistonudo que consiguió tal fervor entre sus gobernados que estos le seguían como a Mahoma allá adonde fuera.
[Nota Bene: me cuentan fuentes bien informadas que, efectivamente, Royes fue un alcalde mítico, a la altura de Serra o Maragall en Barcelona y de Tierno Galván en Madrid, hasta que unos chanchullos y corruptelas finales enturbiaron sus últimos años en la alcaldía]
Cadaqués está acostumbrado a las invasiones desde tiempos inmemoriales. En un tiempo fueron los piratas turcos los que asolaron las costas -y alguna cosa más- del Cap de Creus. Ellos fueron unos veraneantes avant la lettre, pues algunos se quedaron y, eso cuenta mi madre, dieron nombre a un apellido, Trèmols, que forma parte de mi linaje (mi tatarabuelo materno era un Trèmols, Frederic para más señas).
Evidentemente, del origen corsario del apellido Trèmols no he sido capaz de encontrar evidencia alguna -lo que no quiere decir que no pueda ser cierto-, y todo apesta a leyenda y a cierta confusión que tira de espaldas, porque lo que sí está documentado es que hubo Trèmols enrolados en la armada que derrotó también a los turcos en la batalla de Lepanto en el siglo XVI.
Lo que también es cierto es lo de los piratas turcos haciendo lo que se espera que hagan los piratas en Cadaqués o en el Caribe. Un Barabarroja, en 1543, destruyó la iglesia del pueblo después de asediarlo. Dicen la crónicas que fue Baba Aruj, el Barbarroja famoso, pero este se reencontró con Alá y las 72 vírgenes del paraíso en 1518, así que quizás fue Jeireddín Barbarroja, que ya no era pirata, sino almirante otomano, y hermano menor de Baba Aruj. Sea como sea, en la iglesia que se construyó a continuación, pagada por los pescadores y los marineros, hay la estatua de un Barbarroja. De todas formas, el primer documento que da fe de las incursiones musulmanas en Cadaqués data de 1444, un siglo antes.
Bueno, sigamos. Mucho después de los turcos, a finales del XIX, llegó otra invasión, la de la filoxera, que diezmó los viñedos que adornaban las vertientes de la montaña que separa Cadaqués del mundo. Aún se pueden ver las terrazas en las que estaban plantados. Aquí vuelve a escena mi tatarabuelo, Frederic Trèmols i Borrell, catedrático de Farmacia y Química Orgánica en la Universidad de Barcelona, al que -en 1880- la Diputación de Barcelona mandó de viaje a Estados Unidos para estudiar las cepas americanas resistentes al bicho, para traérselas a Barcelona y salvar la industria del vino catalana.
Ya en pleno siglo XX, llegó la siguiente horda invasora. La de los artistas que atraídos por la figura de Salvador Dalí se acercaban a Cadaqués a ver si se les pegaba algo. Fueron muchos, ya consagrados, y otros en ciernes que tuvieron suerte dispar. Bueno, la verdad es que la mayoría eran un horror. Incluso hubo que aguantar ese cúmulo de pijerío y banalidad de la gauche divine, para que vean.
Y de los artistas pasamos a lo que aquí llamaban los hippies, pero que no tenían nada que ver con lo que comúnmente conocemos por ese nombre. Entre otras cosas porque fue a principios de los ochenta del siglo pasado. Así que los mal llamados hippies no eran más que una mezcla de vagabundos, clochards y lo que podrían ser los jóvenes antisistema de esa época. Esta invasión la terminaron las autoridades locales rápidamente. Cada vez que llegaba un grupito, la policía local lo metía en un coche patrulla y lo sacaba de los límites del municipio. Terminaron por dejar de venir, claro.
Y llegamos, a la invasión que realmente nos (me importa). La de los italianos y colateralmente a las de los de Terrassa. Nos situamos a mediados de los ochenta y de repente un verano, se oye hablar italiano como nunca antes. Mi grupo de amigos y amigas habíamos adoptado a una parte de los hijos de esa gente que también habían aparecido sin previo aviso des del Vallès.
Era el primer verano que empezábamos a salir por la noche, y aunque básicamente bebíamos cocacolas, ya caía alguna cerveza, alguna sangría y las primeras borracheras. También era el momento del, digamos, despertar sexual, de los amores de verano y esas cosas.
Así que cada noche, nos poníamos nuestro mejor polo Lacoste o nuestra mejor camiseta de Custo y, más salidos que un mono, tratábamos de conseguir noche tras noche, un beso con lengua y si había suerte hasta tocar un pecho.
El momento más propicio era cuando terminábamos la noche en la discoteca del pueblo. Pero claro, ahí estaban los muchachos italianos que estaban tan salidos como nosotros, eran mayores y tenían dinero para invitar, vestían polos Benetton, fumaban Marlboro, llevaban gafas Rayban, nos ganaban por la mano en cuanto a labia y se llamaban Luca, Giorgio o Gianni. Además, su fama les precedía.
Fue una carnicería. No me comí una rosca en todo el verano. Además, eran como los vampiros. Durante el día no se les veía el pelo, por lo que siempre había la esperanza de que se hubieran largado y no aparecieran más. Pero llegaba la noche y allí estaban, con sus polos Benetton, sus Rayban, su Marlboro, su labia y sus nombres con los que no podíamos competir.
Ya tendría que haberlo imaginado. Tenía alguna experiencia con los taimados azzurri. El verano anterior, pasé un mes en la isla de Wight estudiando inglés. La isla estaba llena de británicos, como es lógico, y de estudiantes italianos que como los españoles iban a aprender inglés. Otra carnicería. No hubo nada que hacer.
Recuerdo que había una chica de Ibiza, morena a más no poder, guapísima. Consuelo se llamaba. Me tenía loco. Pero no tuve ni tiempo de planificar una estrategia. Aparecieron ellos y arrasaron. Finito. Así que ese verano en Cadaqués, cuando empecé a escuchar los primeros ragazzi, stronzo, buon giorno, bella, etc, debí haber supuesto lo peor, pero pensé que no podía tener tanta mala suerte dos veranos seguidos. Obviamente me equivocaba.
Fue entonces cuando empecé a pensar en la mil y una manera de matar a un italiano. Fue entonces, también, cuando decidí que desde ese momento los italianos serían mis enemigos mortales.
De nada importó que Consuelo, la chica de la isla de Wight, una de las últimas noches, después de una abrupta ruptura con su italiano, me hubiera dicho que había sido un estúpido. Que le gustaba mucho y que le había gustado desde que me vio. Pero claro, como no me decidía pues cuando apareció su italiano Antonio, pues no se lo pensó. Quede claro, y en mi defensa, que era y ha sido la primera vez que he causado esa sensación en alguien. De entrada suelo caer más bien mal y hay que invertir tiempo y paciencia en conocerme y quererme en cualquiera de sus formas.
Pero ese verano, las admoniciones de Consuelo de que yo era un cortado, un pringado, un crío y un pagafantas se la llevó la tramuntana. Los italianos eran el enemigo y había que pensar en mil y una maneras de acabar con ellos.
Ya se lo he dicho: fue una carnicería.
Anna Mayer Quaroni: more panna and less drama
Lleva más de 25 años, creo, viviendo en España. Nació en Pordenone, capital -solo desde 1968- de la región de Friuli Venecia Julia, una de las cinco con estatuto especial que hay en Italia. Anna Mayer lleva algo menos de tiempo, pero también muchísimo tratando de que los españoles no maltratemos la cocina de su país. Nada de carbonaras con nata, por ejemplo. Divulga, da clases, imparte talleres… Además, tiene un proyecto que creo que vale la pena que le déis un vistazo, una oportunidad y, claro, vuestro apoyo. Se trata de Panepanna, en el que encontraréis no solo recetas, sino también divulgación gastronómica de primera calidad, de la mano y la masa de una auténtica gastrónoma. Si queréis, también podéis colaborar con Anna aquí, y recibir, además de su newsletter, las recetas y acceso a los vídeos de sus talleres. Somos muchos los que creemos que ya está bien de escuchar y leer siempre las mismas voces en la divulgación gastro. Hay más vida más allá del mainstream, de los grandes medios y las plumas conocidas. Hay, encima, mucho talento femenino que hay que visibilizar y poner en valor. Anna, como Laia en la entrega anterior, es un claro ejemplo. Y no es cuestión de cuotas ni leches. Es que de verdad, hay una gran cantidad de mujeres que hacen gastronomía con mayúsculas.
Si conoces algún proyecto personal, relacionado o no con la gastronomía, o impulsas alguno, y te gustaría verlo aquí, por favor
Create your profile
Only paid subscribers can comment on this post
Check your email
For your security, we need to re-authenticate you.
Click the link we sent to , or click here to sign in.