Lírica desafinada: la degradación del modelo Las Vegas
Mil y una razones para no hacer nunca un crucero. Yo ya lo he hecho por ustedes y la cosa fue entre la estafa emocional y el secuestro
Como muchos de ustedes ya saben, he ido de crucero. Ya me he sacrificado yo por ustedes, así que no incurran en el mismo error. No vayan nunca. Repito. No contraten jamás un crucero. Jamás. En mi caso, encima, la cosa tiene delito, pues era reincidente. Esta fue mi tercera vez y a Dios pongo por testigo que será la última. Y claro, aunque no puedo alegar desconocimiento, no por eso la experiencia fue menos dolorosa. Recuerden, además, que eso de la experiencia es la mentira bajo la cual el capitalismo esconde su incitación al consumo.
Ya he explicado las razones que me llevaron a embarcarme durante una semana, no insistiré, en el MSC Lirica, 66.000 toneladas de pura horterada, acero, y polipiel. Y es que un crucero es básicamente eso, una estafa en toda regla, que consiste en prometer al sufrido crucerista un mundo de lujo monegasco al precio de unas vacaciones en Magaluf. Por lo visto, los estudios de mercado de las navieras -o de algunas de ellas- les advierten de que hay suficiente gente estúpida en el mundo que cree que pagando lo que cuestan unas vacaciones en cualquier sitio de sol, playa y borrachera se puede tener algo distinto y, sobre todo, mucho mejor que en Lloret de Mar o Benidorm.
Es lo que he decidido llamar el síndrome de Las Vegas. Estuve hace un porrón de años y por 100 dólares la noche, dormí en la habitación de hotel más grande en la que he estado en mi vida. Mucho mayor que el piso de 60 metros de Barcelona en el que vivía en aquel entonces. Y la cama en la que dormí sigue siendo la más grande en la que jamás lo haya hecho. Eso sí, más allá de eso, todo era igual de falso. Un maravilloso decorado de cartón piedra hollywoodiense de serie Z, lleno de falsos frescos venecianos, molduras de yeso pintadas en dorado, y falsas maderas nobles que no eran más que contrachapados baratos y resultones. Incluso había 600 metros de canales con sus góndolas y sus gondoleros cantando o Sole mio con acento de Kentucky.
Y esto es lo que inventó la Mafia en Las Vegas: crear la ilusión de que obtienes mucho más por tu dinero. Menuda tentación. Pero la Mafia no pierde nunca, así que se pueden imaginar que eso no es exactamente así. La idea de fondo, la que subyace tanto en Las Vegas como en un crucero, es la del secuestro, que es una de las especialidades de la Cosa Nostra.
La idea es que la bajo promesa de un un lujo low cost al huésped le pasen dos cosas: por un lado se sienta con la necesidad de aprovechar al máximo el falso chollo y no salga del hotel durante toda su estancia -modelo que replican los resorts de pulserita y todo incluido- para disfrutar de las instalaciones y acabar dejándose el dinero en el hotel. Y será mucho, porque los precios de los servicios ya no son tan baratos. Por otro, el secuestrado no puede evitar sentirse como un impostor, abrumado por tanta magnificencia, y pensar que está en un lugar que no le corresponde o, peor aún, que no se merece.
Así que para contrarrestar, decide comportarse como el millonario que no es y así demostrar que sí merece estar allí. Y ahí están los casinos, que son el auténtico negocio de los hoteles de Las Vegas, dispuestos a recaudar el dinero de los granjeros de Montana que hace cinco minutos te has cruzado en el hall con camiseta sin mangas de los Lakers, pantalones cortos deportivos, chanclas y una botella de cerveza Budweiser en mano. No en vano don Vito Corleone ya decía en El Padrino que:
Es cierto que tengo muchos amigos en la política, pero dejarían de serlo si supieran que estoy metido en las drogas en lugar del juego, que para ellos es un vicio inofensivo
En los casinos, además, las bebidas son gratis mientras se está apostando, y el bourbon con ginger ale pasa bien y rápido.
Yo jugué 100 dólares y me largué después de haberlos perdido. Tiempo invertido: dos bourbons. Eso sí, me los sirvieron las camareras más guapas que he visto en mi vida.
El modelo de negocio de los cruceros parte más o menos de las mismas premisas, pero todo es mucho peor y mucho más cutre. Infinitamente. En Estados Unidos todo lo hacen más y mejor, lo bueno y la malo, y la Mafia ha demostrado a lo largo de los años -y lleva bastante más de un siglo de vida- ser una organización criminal eficaz, eficiente y muy poco dispuesta a perder dinero y mucho a hacer todo lo posible por ganarlo a manos llenas.
En principio, el secuestro emocional es el mismo: la promesa de que podrás, a tu vuelta, enseñarle las fotos a los vecinos del cuarto para que se mueran de envidia con el camarote (el mío en el MSC Lirica era una ratonera de 12 metros cuadrados), lo salones con estética de bar de mujeres que fuman, la piscina charca de la cubierta 11 y el jacuzzi que no habrás pisado bien porque tu sentido arácnido te hará dudar de su salubridad o porque, aunque haya un cartelito que indica su capacidad máxima, estará permanentemente ocupado por más del doble de personal.
En el fondo, como decía, en un crucero todo es mucho peor. Las Vegas es una ciudad divertida por desinhibición, donde todo el mundo va un fin de semana a desfasarse, precisamente porque solo es un fin de semana y no pasa nada por perder la compostura durante dos días, precisamente porque solo son 48 horas y después se puede volver a Salt Lake City sin sentir ninguna vergüenza por haberse emborrachado, perdido una pequeña fortuna en una mesa de blackjack o haber pagado a una puta. De hecho, les recomiendo que una vez en la vida vayan a Las Vegas con la misma vehemencia con la que les animo a no embarcarse en un crucero en su vida. Las Vegas muestra, quizás, lo peor de la condición humana, pero con el control de daños activado.
Un crucero es mucho más largo -como mínimo una semana- y la miseria humana se muestra de forma mucho más explícita. Es mucho más pornográfico lo que sucede en un barco que en cualquier hotel de Las Vegas.
En primer lugar porque en Las Vegas siempre está la ciudad para darse una vuelta, mientras que en el barco uno pasa mucha horas, porque aunque haya quedado atrás la era de los veleros y las embarcaciones a vapor, navegar sigue siendo uno de los medios de transporte más lentos y aburridos que existen. La tan loada inmensidad del mar es un auténtico coñazo. Y mientras el barco la surca, no se puede hacer mucho más que comer, beber, encerrarse en el camarote o ponerse en manos de los equipos de entretenimiento de a bordo o los espectáculos que se ofrecen en el teatro Broadway (sic). Olvídese de internet, en alta mar no hay roaming que valga y las navieras han hecho de nuestra dependencia de la conectividad un negocio a razón de 60 euros por una conexión biafreña que no funciona, cosa que uno advierte después de haberla pagado, claro.
Lo de los llamados equipos de animación, por regla general, roza lo delictivo, pues animar lo que se dice animar, lo hacen al suicidio o al asesinato. Creo que los contratan por el número de decibelios en el que son capaces de lanzar sus mensajes motivadores para animar a participar en la clase de zumba, de aquagym, el torneo de tenis de mesa o una variedad de concursos infrahumanos y humillantes para cualquiera con dos dedos de frente, sensibilidad y decoro.
Obligados a gritar hasta más allá de lo soportable, propagan sus call to action en equipos de sonido de discoteca de cuarta regional, cuya distorsión los suele hacer absolutamente ininteligibles por mucho que uno hable alguno de los diez idiomas en los que los pronuncian a toda velocidad.
Por otro lado, he visto más talento en algunas funciones escolares de fin de curso que en estos espectáculos pretenciosos y mucho más allá de las posibilidades artísticas (sic) de sus intérpretes. Imposible desafinar más en menos compases. Y a pesar de ello, un público entregado aplaude a rabiar y se pone en pie, mientras yo le pido a Poseidón que a la masa entusiasmada no se le ocurra pedir un bis y me libre de esa tortura cuanto antes. Pobres. Han pagado un pastizal por estar allí, les han prometido la mejor de las experiencias y la más lujosa y por tanto hay que comportarse como tal, aunque a todas luces todo huela a orquesta de fiesta de pueblo. Y a estafa de las gordas.
Pero el crucerista es alguien entregado y dispuesto a vivir la fantasía que le han vendido, pues no hacerlo, rebelarse y prenderle fuego al barco -además de un problemón en alta mar- implicaría reconocer que se ha dejado engañar. Así, al secuestro físico, las vacaciones en el mar añaden el secuestro emocional con su dosis de síndrome de Estocolmo incluida.
Porque en el fondo el pasajero del MSC Lirica sabe que todo está mal. Que eso no es lo que le prometían en los folletos, que no es lo que repite el maestro de ceremonias antes de empezar los espectáculos. Porque en el MSC Lirica se miente con impunidad y a la cara de los propios viajeros, con vídeos que cantan las excelencias de lo que se ofrece en las cubiertas del bajel que están muy lejos de la realidad. Y a pesar de este insulto constante a la inteligencia, el abnegado crucerista traga porque saltaría por la borda antes de admitir que le han tomado el pelo. Pero todo tiene un límite y desde el minuto uno piensa en cómo ajustar cuentas. La hora del buffet libre será el momento y la hora de la venganza del crucerista. Y será terrible… para todos.
Nada como un buffet para mostrar hasta dónde puede llegar la miseria humana. Yo no sé si hay mucha gente conscientes de la cantidad de cosas que mostramos y decimos de nosotros mismos tanto a la hora de dar de comer como de sentarnos a la mesa.
Lo del all you can eat es moralmente devastador y en un barco con pasajeros que se saben engañados, aún más. Los buffets abren pronto y están cerca de la piscina, en la misma cubierta. Así que el pasajero tiene fácil acceso a toneladas de comida, por la que ya ha pagado, y por la que no le cobrarán nada más tanto si se sirve una cantidad adecuada al hambre que hay que saciar en ese momento -y sobre todo al decoro- pero sobre todo si quiere celebrar una boda gitana en la cubierta 11. Ante esta disyuntiva, la mente vengativa e irremediablemente miserable del crucerista no duda ni un momento.
Hay que coger fuerzas para soportar los gritos de los animadores, los gallos de los cantantes del Broadway, el aire acondicionado polar, el polipiel de los salones como de bares de putas y redimir, en general, la estafa que está sufriendo. Así que el pasajero llenará platos y bandejas con toneladas de comida y sin importarle demasiado si va a ser capaz de comérselo todo, si el de detrás se va a quedar sin sandía o sin patatas fritas porque él va, si puede, a vaciar las bandejas no fuera caso se fuera él el que se quedara sin.
Y vale todo. Colarse en la cola del buffet se eleva a la categoría de arte y de algo moralmente aceptable, porque el crucerista siente que su venganza, su cruzada, su guerra santa lo disculpa de cualquier falta. Empujar por llegar primero, no dar ni las gracias al que te sujeta la puerta, cuando te ve apurado con tus tres bandejas hasta arriba, es lo lógico porque los otros viajeros no son compañeros de viaje, sino enemigos que disputan contigo los últimos rescoldos de la ensalada niçoise o de vitello tonnato que sobraron de la cena del día anterior y que aparecen en el buffet del mediodía del día siguiente. Es un guerra, literalmente, que el crucerista libra para lavar su honor mancillado por la estafa de la que es muy consciente que ha sido víctima aunque haga ver que todo está bien.
Pero como ni el más glotón ni la familia más numerosa es capaz de zamparse todo eso sin caer muy enfermo, el resultado final de la contienda es de asco infinito, de suciedad, de vertedero: la mayor parte de este auténtico botín de guerra, de este rescate que el pasajero se cobra por su propio secuestro, queda abandonada incólume y virginal en las mesas alrededor de la pileta de la cubierta Vivaldi, la onceava, junto con los restos de la comida que sí ha sido devorada y que nadie se molestará en recoger hasta que se cierre la piscina, pues para qué, si al poco tiempo volvería a estar igual.
Pero la banca siempre gana y sabe cómo compensar las pérdidas que sufre durante el asalto al buffet cada mediodía. Su arma se llama cena y va mucho más allá del aprovechamiento, de que las sobras de esta aparezcan en aquel. Una vez más, los que me siguen en Twitter o me leen en Bon Viveur, ya saben cómo fue la cosa, pero procedo a hacer aquí una breve disquisición adicional.
En el MSC Lirica las cenas fueron el epítome de lo que significa en realidad hacer un crucero. Recuerden: la forma en la que damos de comer dice mucho de nosotros mismos y aún más de nuestra bondad y de cómo nos preocupamos por los demás. Y visto lo visto, en MSC sus pasajeros les importan un comino. Solo así se entiende lo que dan de comer.
El restaurante La Bussola es donde se desarrolla esta tragedia en siete cenas, a cuál peor, con un decorado que trata de replicar un restaurante de postín de los años 70 no solo pasado de moda, sino también falto de amor y compromiso como con la comida, con sus sillas rotas y sus manteles con agujeros. Camareros con pajaritas y levita y jefes de sala con smoking no pueden evitar que todo tenga un aire decrépito, deprimente que augura lo peor. De nuevo un quiero y no puedo de manual, un “te crees que te vamos a tratar como un rey, pero en realidad lo vamos a hacer como el puto desgraciado que eres. La próxima vez gástate la pasta y haz un crucero de verdad, uno de esos en los que hay 700 tripulantes para 500 pasajeros”. En el MSC Lirica también hay 700, pero para más de 2.200 viajeros. De las condiciones en las que trabajan, del racismo implícito en el escalafón y de las cosas que me contaron algunos de ellos, ya si eso, hablamos otro día.
Y sin embargo la gente bromea y hace ver que se lo pasa bien y que todo es delicioso, porque de nuevo nadie quiere demostrar que está absolutamente horrorizado y que se siente engañado ante esas ensaladas delicuenciales o esa parmigiana cuya flotabilidad seguro que es mejor que su aspecto, y que en todo caso ya ajustará cuentas con su agencia de viajes cuando regrese. Que conste que el nuestro nos avisó.
De todos modos, al pasajero observador -oui, c’est moi- no le pasa por alto que se van produciendo deserciones y que cada noche hay mesas cuyos comensales no aparecen, ya sea porque han sido víctimas de la gastroenteritis y la diarrea o bien porque no quieren serlo.
El culmen llega la noche de gala, cuando el navío se llena de vestidos y trajes que horrorizarían a la propia Marujita Díaz. Ya se sabe, el crucerista no se caracteriza por su buen gusto. Entre otras cosas, porque si lo hiciera no pisaría un barco en su vida. Todo el mundo espera la cena de esa noche con la ilusión de que sí, que de verdad hoy vamos a salir de la mierda. Circulan insistentes rumores de que el menú incluirá langosta. El pasajero tiene tantas ganas de que sea verdad que se lo cree.
Pero no. Qué va. Todo es igual y cada uno de los platos llega envuelto en el aroma de la decepción. Lo de la langosta queda en una crema de mariscos mucho peor que cualquier sopa de sobre o de bote que hayan comido jamás.
Transcurrida la semana y al desembarcar, este crucerista no pudo dejar de pensar que ojalá la Mafia comprara todas las navieras como la del MSC Lirica. Le hubieran sacado la pasta igual, pero seguro que la experiencia hubiera sido mucho mejor.
Vaya panorama! Pero a mi ahora me preocupa si lo de Vacaciones en el mar tampoco era lo que parecía. En fin, que nadie da duros a cuatro pesetas y blablá.