La gastronomía es muchas cosas
Es, entre otras, una guerra perdida. Y precisamente por eso creo que hay que seguir peleando cada pequeña batalla.
Hoy empieza esta nueva sección colaborativa de Reflexiones de un gastrónomo angustiado, con el primer autor invitado:
. Jorge necesita pocas presentaciones. No le gustará que diga esto –donde las dan las toman, amigo–, pero es uno de los autores gastronómicos más importantes de este país y que ha iluminado a toda una generación de gastrónomos, entre los que me encuentro, a pesar de que soy mayor que él. Jorge es historiador del arte y una de las plumas más lúcidas y reposadas, culta e inteligentes del panorma. Bueno, es que Jorge es gallego, mucho gallego. Y amigo. En Substack, publica .Por lo general estoy bastante alejado del lenguaje belicista. Me cuesta entender la cultura como una lucha, pero con la gastronomía creo que es necesario recurrir a determinadas palabras para tratar de tener un eco mayor. En un sector que hemos ido vinculando casi en exclusiva a lo aspiracional, a lo lúdico, al ocio, a lo inocente, a lo blanco, a lo divertido, a lo inofensivo y al consumo puede ser útil, pienso, usar las palabras como un golpe encima de la mesa. Y hablar de batallas quizás ayude. O tal vez sea otra de esas luchas perdidas de antemano.
La cuestión es, y es una cuestión importante, que la gastronomía tiene hoy unas connotaciones de las que se ha ido cargando durante décadas; unas connotaciones que en cierta medida tienen un origen lógico: la gastronomía nace como un concepto burgués y hasta bien entrado el S.XX no comenzó a democratizarse, al menos en nuestro entorno, como un fenómeno transversal, apto para todo el mundo. Inclusivo. Sigamos usando las palabras como un dedo que se mete en el ojo.
Para cuando eso, lo de la generalización del fenómeno, ocurrió, el tono estaba, en buena medida, definido. Y desde ahí las cosas no han hecho más que escorarse todavía más hacia ese lado. Es cierto que ha habido, y hay, intentos decisivos por contrarrestar esa deriva –Vázquez Montalbán, Carme Casas, Xavier Domingo, Stefano Bonilli…– pero su éxito ha sido por lo general relativo, poco más que fogonazos aislados que no acaban de cambiar las cosas. Las suyas son algunas de esas batallas a las que me refiero.
En los últimos años, la gastronomía, entendida como todo aquello con lo que una sociedad carga de contenidos su relación con el hecho de alimentarse, no ha hecho más que ahondar en esa tendencia, dar megáfonos a lo experiencial, a una gastronomía concebida como lujo, con una frecuencia creciente como exclusión, al tiempo que se los retiraba a una gastronomía más reflexiva. La gastronomía como ostentación frente a la gastronomía como pensamiento.
Generalizo, lo sé. Hay excepciones, soy consciente. Pero el cuadro general es, más o menos, ese. Y son precisamente esas excepciones, esas gotas aisladas en un charco cada vez más grande, las que me tienen escribiendo esto. Porque son las que importan; porque dentro de 20 años nadie recordará la lista con las cinco terrazas más apetecibles del verano, la de los 25 torreznos más cool de Madrid o el nombre del restaurante del caviar con todo y, sin embargo, estoy convencido de que si habrá un espacio para el recuerdo del trabajo de gente como
O Albert -sé que no le gustará que hable de él, pero aunque el medio sea el tuyo, el texto es mío, así que es lo que hay, querido- que bautizó a una generación, la de los Jóvenes Bárbaros, en la que me incluyó en contra de las leyes de la cronología dando pie a que matizase luego otorgándome el título de “el más viejo de los nuevos” que llevo con orgullo, y especializado como yo, como algunos de los mencionados, en ilustres bofetadas y en volver a por más, que es precisamente lo que hace falta.
Mientras haya Alberts tratando de motivar a la gente para que se mueva, mientras haya Miquels dándole un revolcón a la mesa y a todos los que están alrededor; mientras haya Rosas que rebusquen en los rincones de la gastronomía, Albertos que dediquen su tiempo y su paciencia a sectores, como el de las bodegas y los bares de siempre, agonizantes o Marías disparando cap i pota a todo lo que se menea; mientras haya Lakshmis cincelando los textos como esculturas, Yanets que desentrañen desde la óptica académica, la guerra –otro puñetazo en el tapete– no habrá acabado.
Pero dejo ya la épica belicista. La gastronomía es algo que se disfruta. En algún momento decidimos que pensarla no es disfrutarla y que lo que de verdad nos entretiene son los fuegos artificiales. Da igual. Sigo pensando que disfrutarla pensando es disfrutarla más, que comer algo rico está bien, pero es un poco quedarse a medias si no hay nada más. Y si el mundo va por otro lado, que vaya. A estas alturas de la película creo que tenemos bastante claro que eso, en realidad, importa poco.
El futuro es de los tristes, me dijo alguien alguna vez. Y puede que lo sea, pero el presente, también el gastronómico, es de los optimistas, de los que, a pesar de todo, siguen a lo suyo, trabajando cada texto como una victoria, lanzando proyectos, rebuscando en archivos, escribiendo aún sabiendo que la guerra, probablemente, esté perdida.
Oh, Guitián, querido... De perdida nada. ¡Ni hablar de perdida! Esto no ha hecho más que empezar.
Ven. Tengo pan, vino, cerezas y un lanzallamas 🔥
(y me he visto Karate Kid siete veces)
💜
Guardé un twt de Marta Peirano hace un tiempo:
"La esperanza no es la certeza de que todo saldrá bien, sino la convicción de que tiene sentido y merece la pena luchar por un mundo mejor, aunque no siempre lo consigas."