Elogio del odio que lleva al lado oscuro (el bueno) de la crítica gastronómica
Decir lo que a uno no le gusta siempre está bien. No sirve para que nadie mejore, pero como mínimo te quedas a gusto. Pero decirlo de verdad.
Hay que odiar más. El odio mola, es bueno, es necesario. El odio es cool, el odio es sexy. Las emociones negativas tienen mala prensa y las reprimimos. Cuando algo no nos gusta, preferimos callar porque nos aterra molestar, ofender o correr el riesgo de que ese, esa, aquello o aquella a quien dirigimos nuestras objeciones se nos enfade o, aún peor, se venga abajo. Dejen que les diga que creo que se puede odiar sin que nada de todo esto suceda. Sin que nadie se moleste, se enfade, se ofenda o su autoestima se desmorone. Se puede odiar con firmeza, pero con empatía. Sí, ya sé que suena raro, pero es posible hacerlo. Claro, siempre estarán los ofendiditos de piel fina que no tolerarán la más mínima crítica, el pero más ligero, ni la objeción más sutil. Pero hay que poder decir esto es una mierda y lo odio. Y que no pase nade. Que el mundo seguirá girando, se lo puedo asegurar. En gastronomía también debería ser posible, pero no lo es. No aquí y no ahora.
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