Un falso dilema: beber o no beber alcohol
Es absurdo enfrascarse en este debate. Todos tenemos derecho a meternos lo que nos dé la gana y, sobre todo, a que nos dejen tranquilos, pero tanto miedo a la muerte acaba resultando patológico
Todo el mundo tiene derecho a meterse en el cuerpo lo que le parezca. El ser humano se ha ganado ese derecho a la autonomía personal después de deshacerse de las cadenas de lo moral y lo religioso. O eso creíamos. De la misma manera, todo el mundo tiene derecho a decidir qué no quiere que entre en su cuerpo, sin que salga el pesado de turno a decirle “pero por qué no te tomas solo una copita de nada”. Y ya que estamos, la distinción que hacemos entre drogas blandas y duras —en el fondo— es pura hipocresía. Más rápido o más despacio, todas son potencialmente mortales. Personalmente, creo que —atendiendo a ese principio de autonomía personal— deberían legalizarse todas para los mayores de edad. No tengo muy claro que aumentara el consumo y, en cambio, nos ahorraríamos muchos problemas. Yo jamás me he fumado un porro, he esnifado una raya de cocaína o me he pinchado un chute de heroína. Me da auténtico pavor lo que estas sustancias harían en mi cuerpo y en mi vida en poco tiempo, y el hecho de que fueran legales no disminuiría ni un ápice el miedo que me producen.
Y, sin embargo, bebo alcohol, que es igualmente tóxico, adictivo, cancerígeno y por mucho que insista el pesado de “una copita de nada”, no hay dosis segura. Yo solo bebo vino, cerveza y agua. Los destilados no me apasionan y básicamente bebo solo el fin de semana, una botella de vino que comparto con mi octogenario padre, quien —por cierto— tiene un gusto por los vinos corpulentos y con grado que no es el mío, que prefiero los vinos con poco alcohol. Y hay fines de semana que ni eso, y hay otros en los que mucho más que eso. Yo también he bebido para olvidar (las), pero quién no.
Parte de lo que les he contado hasta ahora, se lo dejé escrito en un comentario a mi querida
a raíz de este artículo en el que me interpelaba. Así que por alusiones. Le prometí a Sara contestar como es debido y en las líneas que preceden a estas y en las que vienen a continuación es lo que voy a intentar hacer. Aunque mucho de lo que tenía que decir al respecto ya lo dije aquí:Vivo convencido de que vivimos bajo una auténtica dictadura de lo saludable, que ha sucedido a la dictadura de lo seguro, que se impuso después de los atentados del 11-S. Ambas viven bajo un paraguas aún mayor que es el de la felicidad. Parece que ser feliz sea inexcusable y no hacer todo lo posible por serlo, el mayor de los pecados. La obligación moral de nuestros tiempos es la de estar sano, feliz, y asegurarse de que se hace todo lo posible por estarlo, así como no hacer nada que comprometa nuestra vida. Por eso la gente que hace paracaidismo, barranquismo, puenting o que se entrega a los placeres de la vida está muy mal vista.
Hablé de esto en mí Comer sin pedir permiso, que les pido que compren y sobre todo que lo lean. Por lo visto, los últimos meses las librerías están devolviendo ejemplares y en la editorial están preocupados. Les aseguró que si alguien ha invertido tiempo y dinero de su bolsillo en su promoción, ese he sido yo. Pero bueno, después de este breve momento publicitario, vamos a lo que vamos.
El problema es que a veces olvidamos que —como dijo Ignacio Grosman Walger— «la vida es una enfermedad terminal». Vivir conduce irremediablemente a la muerte y eso nos asusta. Si después de los atentados de Nueva York, no entendimos que el mundo es un lugar peligroso y que paseando por la calle te puede caer una maceta en la cabeza y adiós —a mí estuvo a punto de pasarme—, ahora tampoco entendemos que no importa lo que hagamos y lo que dejemos de hacer, pues vivir es morir y todos terminaremos criando malvas. Para la ética estoica, es importante no plantearse metas en las que los factores críticos no dependan de nosotros. Así que, da igual que te pongas tibio de chardonnay o de kombucha.
Llegada tu hora, no importará nada más que lo que hayas vivido y eso puede ser igual de satisfactoria libando lo uno o lo otro. Aun así, la muerte puede ser un gran acicate: «La muerte física nos destruye, pero su reconocimiento nos salva, funciona como un empuje vital», decía el psicoterapeuta, Irvin Yalom. Un empuje vital que funciona en ambas direcciones, tanto para ponernos hasta arriba mientras esperamos que llegue nuestra hora, como para tratar de eliminar el mayor número de factores de riesgo posibles para, así, gozar de una longeva y próspera vida y dejar un bonito cadáver para la ciencia. Decidan cuál es su camino de santidad, pero en ningún caso intenten imponer el suyo a los demás, ni vengan con rollos de superioridad moral si el que ustedes han elegido no es el mío.
En este contexto, vivimos el momento de lo “bajo en”, “light” y “sin”. El capitalismo es muy listo, y si detecta que a nosotros nos preocupa lo que sea o que nos gusta lo que fuere, él se encarga de ofrecernos productos que satisfagan esa necesidad que creemos tener. Aunque ya existiera una manera más barata e incluso más saludables de cubrirla. Al capitalismo -conviene recordarlo- le importa un higo nuestra salud en términos de la felicidad. Solo nos quiere sanos para que trabajemos y consumamos. La penúltima moda son versiones de bebidas alcohólicas sin alcohol. Hace tiempo que existe la cerveza sin, pero ahora también hay ginebras, güisquis y, claro, también vino.
En Catalunya se elabora la ratafia, una bebida de alto voltaje que resulta de macerar hierbas y nueces verdes -recogidas a ser posible la noche de San Juan- maceradas, a sol y serena, durante 40 días, en alcohol. Después se filtra como mínimo dos veces, se embotella y ya está lista para consumir. No me gusta nada, pero nada y, sin embargo, la defenderé siempre a muerte. En primer lugar, porque su elaboración sigue siendo artesanal y familiar. Hay tantas recetas de ratafia como familias en las que se elabora, gracias a un conocimiento que no se aprende, sino que se transmite. Y el segundo motivo es, precisamente, por el valor intrínseco de ese conocimiento. Para hacer ratafia hay que tener conocimientos de botánica y de la flora que crece en tu entorno. Y para eso hay que conocer, cuidar y querer tu entorno. Si se deja de beber ratafia, se dejará de producir y ese conocimiento se perderá. Si algo demuestra que el alcohol es cultura es esto.
Por este mismo motivo, bebo vino a pesar de que soy muy consciente de que no es bueno. Pruebo y cato más que bebo, elijo con cuidado lo que me echo al gaznate y lo hago, también, para preservar un legado cultural de más de 8.000 años de historia. Sé que puede sonar pretencioso, pero es así. Siento profunda admiración por todo aquel que cultiva la tierra y el vino empieza ahí, en las vides. Y siento admiración por todo lo que saben los viticultores sobre la tierra y sobre el proceso que convierte las uvas en vino. Bebo para hacer honor a todo eso y, lo siento, pero el vino sin alcohol está muy alejado de todo lo que representa la cultura del vino. La desalcoholización del vino es un proceso fisicoquímico industrial, aquello del capitalismo y tal que les decía más arriba.
Sara dice en su artículo, que ella escucha a su cuerpo y que este le pide cada vez más no beber alcohol, y que se siente mejor no haciéndolo. Yo no puedo decir que escucho al mío y que este me pide beber y que haciéndolo me siento mejor. Y no puedo porque no es así y porque si lo fuera, no me quedaría más remedio que admitir que tengo un problema gordísimo: adicción o dependencia, pónganle el nombre que quieran.
La Marcolla -así, como la Callas- también dice en su texto, que tiene cuidado de su flora intestinal y que incluso se mueve más para masajear sus intestinos, cosa que no sabía que era posible hasta que se lo leí, y debo reconocer que con asombro. Yo no pongo los pies en un spa ni que me apunten con una pistola, porque no estoy dispuesto a que nadie me manosee, a menos que sea con finalidades claramente lúdico-eróticas, así que se pueden imaginar que aún me hace menos gracia la posibilidad de un masaje en algo tan íntimo -por lo interno del órgano- como mis intestinos.
Queda claro que nuestros cuerpos, el de Sara y el mío, son entes irreconciliables. No es nada grave, ni de lo que preocuparse, y es mucho mejor que sean nuestras mentes y nuestros espíritus los que se lleven a las mil maravillas. Yo bebo por todo lo dicho, pero también porque me apetece, porque me da la gana y porque, hasta la fecha, mi cuerpo lo tolera y no se queja. Y en cuanto a mi flora intestinal, la regularidad con la que voy al baño y la calidad de lo que expulsa mi cuerpo, me hacen pensar que todo está bien.
He probado la kombucha -y otras bebidas fermentadas sin alcohol o con muy poco- y he llegado a la conclusión de que, si el infierno existe, es la bebida que se da los penitentes, porque sin duda causa más sufrimiento su ingesta que morir de sed. Pero me pasa lo mismo que con la ratafia y el vino. El ser humano conoce la magia de la fermentación desde hace milenios. Así que creo que hay que darle una oportunidad. Lo que pasa es que la kombucha en su forma actual -y otras mierdas por el estilo, lo siento- hace, en términos históricos, veinte minutos que la elaboramos. Quizás dentro de 8.000 años sea algo rico de beber, pero por desgracia o no, ya no habitaré este mundo para comprobarlo.
No digo que sea el caso de Sara, pero en eso de escuchar a nuestro cuerpo también creo que no siempre lo hacemos del modo correcto. Hagan como yo y eviten ir al médico tanto como puedan. Les aseguro que es la mejor manera de sentirse sanos, aunque sus analíticas -en caso de hacérselas- sean una catástrofe de las dimensiones del hundimiento del Titanic. Ahora vamos demasiado al médico. Nos duele una uña y ya corremos a la consulta del doctor. Y entras por la uña y, a la que te despistas, sales con mil y una restricciones, una lista inmensa de cosas que haces mal y, lo que es peor, con un gran sentimiento de culpa. Para vivir la utopía de una vida sana, lo mejor es ir al médico lo menos posible, ni que sea porque a veces es mejor permanecer en la ignorancia. Pasa lo mismo con los tecnólogos de los alimentos, los últimos en apuntarse a la moda de reñirnos y decirnos de qué mal vamos a morir, como brillantemente explica
en este artículo.Otro de los lamentos de Sara es la de falta de alternativas de bebidas no alcohólicas en los restaurantes -que no sean el agua- y, sobre todo, en determinados restaurantes, y los maridajes. La dictadura del vino en el fine dinning y lo mal que te miran lo que ella llama los new bro style sommeliers, si osas manifestar que no beberás vino y que a ver qué te pueden ofrecer a cambio. Sin duda, el vino goza de prestigio social. Se estila eso de que te inviten a comer en casa ajena y llevar una botella de vino para corresponder a la gentileza. La cantidad y calidad de una bodega es algo que los gourmets tienen en cuenta a la hora de valorar un restaurante y, por tanto, habrá sumilleres a los que siente muy mal recibir a un cliente que no bebe.
Yo no me he encontrado en esa situación, claro, porque yo bebo vino en los restaurantes, y sin duda para mí es importante que su oferta enológica me interese, cosa que pasa menos veces de lo que me gustaría. Lo que sucede aquí, es que últimamente los clientes de la hostelería en general nos hemos vuelto muy insoportables, y a los bares y restaurantes de todo pelo y condición les comienza a resultar imposible satisfacer tanta tontería junta y en estas situaciones pasa que suelen pagar justos por pecadores.
A las alergias e intolerancias reales, se unen las que son directamente inventadas para disfrazar cosas que no nos gustan o claramente caprichos. “Ese plato, pero sin ese ingrediente” o “ese otro, pero con esa otra guarnición”. Hace tiempo que los restauradores se quejan. El ejemplo más palmario, como mínimo en España, es la cantidad de leches distintas que los bares se ven obligados a tener, a pesar de lo cual siempre hay alguien que se queja porque no tienen esa de una cabra ordeñada por las doce vírgenes del paraíso, que es la única que toma y cuya ausencia le obliga a dejar una injuriosa reseña en Google. Después, viene alguien con una petición razonable y razonada, como tener algo que beber, que no sea alcohol, ni ninguno de los sospechosos habituales, y le miran mal.
Al final beber o no beber alcohol es un falso dilema. Desde la asunción de que no deberíamos demonizarnos los unos a los otros, todo debería ser mucho más fácil. Y ya está. Eso es todo lo que tengo que decir. Me temo que me ha salido un artículo muy poco gastronómico. Ustedes me sabrán perdonar.
Amén